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El mundo de los Castells |
13 Noviembre 2014 | ||||
Shttttt! Que no hable nadie ahora. Todo el mundo concentrado. Se hace un silencio denso, que se corta. Sólo se le escucha a él, a Kevin, al jefe, dando las órdenes adecuadas, colocando el castillo. Una vez preparada la base, sube el tronco. Piso a piso, sin prisa pero sin parar en ningún momento. La “canalla”, los niños, esperan abajo la orden de subir, Lo van haciendo cuando los pisos superiores están colocados, con firmeza. El castillo no se mueve, y los que lo miramos desde abajo ni respiramos, como si tuviésemos miedo de que fuese a desvanecerse. Se colocan los “dosos”, la “cassola”, y la “anxaneta”, Danae, corona el castillo, saluda (hacer la aleta, le llaman), y baja por el otro lado. El Castell se va desmontando, poco a poco, hasta llegar a los pisos de abajo. Vuelve a rugir la sala. Y yo sigo clavado en el sitio. Y eso, que desde que tengo uso de razón, cada año, sin falta, he ido a ver “castells” a la plaza de mi pueblo. Y eso que yo creía que sabía de torres humanas. Pero, por lo visto, no tenía ni idea. 90 minutos antes entro en el local de ensayo de los Nens del Vendrell. Son la colla decana, los primeros que decidieron constituirse como asociación. Llevan casi cien años (desde 1926), son respetados, históricos, y a pesar de haber pasado mala racha durante una larga temporada, la travesía por su particular desierto parece haber llegado a su fin. Este año han rubricado una temporada excelente. Y la cosa prometer ir “in crescendo”. Cuando entro en su local, en una de las paredes principales me recibe su lema: Força, Equilibri, Valor i Seny (Fuerza, Equilibrio, Valor y Sentido Común). Es miércoles por la noche, y a pesar de ser finales de Octubre hace mucho calor. La gente habla a gritos, se saluda. Todo el mundo parece tener algo que explicar y muchas ganas de hacerlo. Al fondo de la sala me encuentro con Miguel, un gigantón de casi dos metros, que me presenta a gente mientras me va explicando cómo funciona la colla desde dentro. “Esto es adictivo”- me dice. “Cuando los ves desde fuera impresionan, pero formar parte de un castell es algo que no se puede contar. La unión de tanta gente, la fuerza de todo un equipo, los ensayos, la confianza…... Aquí todos somos importantes, cada uno ocupa su lugar, y es determinante para que todo salga perfecto”. Mientras me habla, observo el paisaje humano, geografía esencial para entender los porqués del mundo casteller. Y conozco a Alfonsito, que llegó de Andalucía con cuatro o cinco años, que pronto entró a formar parte de la colla y que con casi 60 sigue acudiendo a los ensayos cada día. Y a Danae, una valiente niña de siete u ocho años que trepa como nadie hasta lo más alto. Y a su madre, Begoña, que me enseña orgullosa una foto de su hija, alzando los brazos, después de haber coronado un castillo de siete pisos, y feliz a pesar de que el castillo se desmoronó mientras descendía. Me cuentan que hay gente que hace casi doscientos kilómetros de ida y vuelta dos veces a la semana, sólo para ensayar. Y que entre sus filas hay bolivianos, polacos, marroquíes, austríacos…. Hombres, mujeres, niños, sin importar de dónde vienen o qué hacen. Idiomas que se mezclan, maneras de entender la vida. Me gusta la foto. El “fet” casteller, el mundo de los castells, ha evolucionado mucho durante los últimos veinte años. Cada vez hay más gente interesada, cada vez hay más collas, que intentan castillos más altos, más complicados, más técnicos. “Hay quien hay intentado mercantilizarlo”, me explica Frederic, el responsable de prensa de la entidad. “Llevar publicidad en la camiseta, hacer de esto algo lucrativo. No es nuestro estilo, no es a lo que aspiramos, pero claro, cada colla es un mundo….”. Pienso en la polémica surgida durante el concurso de Colles Castelleres de Tarragona, en Octubre de este año. Parte del público silbó las actuaciones de la colla vencedora, los Castellers de Vilafranca. Muchos de los que los silbaron fueron miembros de otras collas. Hay quien los acusa de ser soberbios. Otros los defienden, y dicen que en parte, gracias a ellos, el mundo de los castells ha recibido un impulso hacia arriba. Como en todo, hay evolución. Las redes sociales permiten seguir las diades ( actuaciones en municipios, en solitario o junto a otras colles ) casi a tiempo real. Hay tensión, ganas de escalar puestos en la clasificación, acumular puntos, hacer castillos más y más altos, superar retos, ser mejor que los de al lado. También hay más plazas castelleres, más diades, más capacidad de reclutamiento. No se pierde el encanto, la magia, el sentido original. Pero es innegable que jugar en la liga de las estrellas de los castells requiere hacer ciertas concesiones. Observo atentamente la evolución del ensayo, caras serias mientras se forma el castillo, mientras los miembros del tronco se elevan, unos encima de los otros, mientras los niños suben, coronan, y bajan. Caras serias de los responsables de que la estructura no caiga, que no se tuerza. Y caras series del jefe de la colla mientras dicta las órdenes. Luego, una vez se ha desmontado el castillo, las caras se relajan, se retoman las conversaciones, se forman los corrillos de los técnicos, que analizan qué ha ido bien y qué debe mejorar. “Esto depende de todos. Del cuerpo técnico, de los “especialistas”, pero también de que la gente venga cada día de ensayo durante los meses que dura la temporada (de primavera a otoño ). Si hay buen rollo, la gente viene. Si las cosas salen bien, la gente viene. Por eso es tan importante que además del esfuerzo haya otras cosas”, me cuentan durante uno de los descansos. Esas otras cosas son cenas, son salidas a muchos sitios, fiestas de fin de temporada. Y un lado solidario que ha hecho que la institución de los Nens ceda parte de su presupuesto (limitado) a ayudas para comedores escolares. Hay orgullo, hay pasión, hay una hermandad, una fe casi inquebrantable en estar haciendo algo grande. “A veces paseas por la calle después de una actuación y notas cómo la gente te mira, o directamente te felicita. Es fantástico” me explica Miguel. Y pienso que tiene razón. Que son unos embajadores fantásticos. Que me representan como ciudadano, pero también como persona. Porque mis muchos “yos” están ahí, tienen cara, ojos, voz, sentimientos. Porque en resumen, esto va de algo más que de levantar estructuras humanas. Va de solidaridad, de entrega, de sacrificio, pero también de satisfacción, de orgullo, de pasión por algo. Va de la vida. Como el espejo de una sociedad que es un organismo vivo y en evolución constante. Y cuando salgo de allí y camino lejos del ruido a través de la noche, pienso que quizás ahora entiendo de verdad qué es un castell.
Jose Azuaga es licenciado en filología y apasionado del folklore, la mitología y la música
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